Unos tragos en la barra

Aperitivos breves y no tanto, para disfrutar solos o acompañados.

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Friday, March 24, 2006

Carta abierta de un escritor a la Junta Militar

1. La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años. El primer aniversario de esta Junta Militar ha motivado un balance de la acción de gobierno en documentos y discursos oficiales, donde lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades. El 24 de marzo de 1976 derrocaron ustedes a un gobierno del que formaban parte, a cuyo desprestigio contribuyeron como ejecutores de su política represiva, y cuyo término estaba señalado por elecciones convocadas para nueve meses más tarde. En esa perspectiva lo que ustedes liquidaron no fue el mandato transitorio de Isabel Martínez sino la posibilidad de un proceso democrático donde el pueblo remediara males que ustedes continuaron y agravaron. Ilegítimo en su origen, el gobierno que ustedes ejercen pudo legitimarse en los hechos recuperando el programa en que coincidieron en las elecciones de 1973 el ochenta por ciento de los argentinos y que sigue en pie como expresión objetiva de la voluntad del pueblo, único significado posible de ese "ser nacional" que ustedes invocan tan a menudo. Invirtiendo ese camino han restaurado ustedes la corriente de ideas e intereses de minorías derrotadas que traban el desarrollo de las fuerzas productivtas, explotan al pueblo y disgregan la Nación. Una política semejante sólo puede imponerse transitoriamente prohibiendo los partidos, interviniendo los sindicatos, amordazando la prensa e implantando el terror más profundo que ha conocido la sociedad argentina.
2. Quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror. Colmadas las cárceles ordinarias, crearon ustedes en las principales guarniciones del país virtuales campos de concentración donde no entra ningún juez, abogado, periodista, observador internacional. El secreto militar de los procedimientos, invocado como necesidad de la investigación, convierte a la mayoría de las detenciones en secuestros que permiten la tortura sin límite y el fusilamiento sin juicio.1 Más de siete mil recursos de hábeas corpus han sido contestados negativamente este último año. En otros miles de casos de desaparición el recurso ni siquiera se ha presentado porque se conoce de antemano su inutilidad o porque no se encuentra abogado que ose presentarlo después que los cincuenta o sesenta que lo hacían fueron a su turno secuestrados. De este modo han despojado ustedes a la tortura de su límite en el tiempo. Como el detenido no existe, no hay posibilidad de presentarlo al juez en diez días según manda un ley que fue respetada aún en las cumbres represivas de anteriores dictaduras. La falta de límite en el tiempo ha sido complementada con la falta de límite en los métodos, retrocediendo a épocas en que se operó directamente sobre las articulaciones y las vísceras de las víctimas, ahora con auxiliares quirúrgicos y farmacológicos de que no dispusieron los antiguos verdugos. El potro, el torno, el despellejamiento en vida, la sierra de los inquisidores medievales reaparecen en los testimonios junto con la picana y el "submarino", el soplete de las actualizaciones contemporáneas.2 Mediante sucesivas concesiones al supuesto de que el fin de exterminar a la guerilla justifica todos los medios que usan, han llegado ustedes a la tortura absoluta, intemporal, metafísica en la medida que el fin original de obtener información se extravía en las mentes perturbadas que la administran para ceder al impulso de machacar la sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad que perdió el verdugo, que ustedes mismos han perdido.
3. La negativa de esa Junta a publicar los nombres de los prisioneros es asimismo la cobertura de una sistemática ejecución de rehenes en lugares descampados y horas de la madrugada con el pretexto de fraguados combates e imaginarias tentativas de fuga. Extremistas que panfletean el campo, pintan acequias o se amontonan de a diez en vehículos que se incendian son los estereotipos de un libreto que no está hecho para ser creído sino para burlar la reacción internacional ante ejecuciones en regla mientras en lo interno se subraya el carácter de represalias desatadas en los mismos lugares y en fecha inmediata a las acciones guerrilleras. Setenta fusilados tras la bomba en Seguridad Federal, 55 en respuesta a la voladura del Departamento de Policía de La Plata, 30 por el atentado en el Ministerio de Defensa, 40 en la Masacre del Año Nuevo que siguió a la muerte del coronel Castellanos, 19 tras la explosión que destruyó la comisaría de Ciudadela forman parte de 1.200 ejecuciones en 300 supuestos combates donde el oponente no tuvo heridos y las fuerzas a su mando no tuvieron muertos. Depositarios de una culpa colectiva abolida en las normas civilizadas de justicia,incapaces de influir en la política que dicta los hechos por los cuales son represaliados, muchos de esos rehenes son delegados sindicales, intelectuales, familiares de guerrilleros, opositores no armados, simples sospechosos a los que se mata para equilibrar la balanza de las bajas según la doctrina extranjera de "cuenta-cadáveres" que usaron los SS en los países ocupados y los invasores en Vietnam. El remate de guerrilleros heridos o capturados en combates reales es asimismo una evidencia que surge de los comunicados militares que en un año atribuyeron a la guerrilla 600 muertos y sólo 10 ó 15 heridos, proporción desconocida en los más encarnizados conflictos. Esta impresión es confirmada por un muestreo periodístico de circulación clandestina que revela que entre el 18 de diciembre de 1976 y el 3 de febrero de 1977, en 40 acciones reales, las fuerzas legales tuvieron 23 muertos y 40 heridos, y la guerrilla 63 muertos.3 Más de cien procesados han sido igualmente abatidos en tentativas de fuga cuyo relato oficial tampoco está destinado a que alguien lo crea sino a prevenir a la guerrilla y Ios partidos de que aún los presos reconocidos son la reserva estratégica de las represalias de que disponen los Comandantes de Cuerpo según la marcha de los combates, la conveniencia didáctica o el humor del momento. Así ha ganado sus laureles el general Benjamín Menéndez, jefe del Tercer Cuerpo de Ejército, antes del 24 de marzo con el asesinato de Marcos Osatinsky, detenido en Córdoba, después con la muerte de Hugo Vaca Narvaja y otros cincuenta prisioneros en variadas aplicaciones de la ley de fuga ejecutadas sin piedad y narradas sin pudor.4 El asesinato de Dardo Cabo, detenido en abril de 1975, fusilado el 6 de enero de 1977 con otros siete prisioneros en jurisdicción del Primer Cuerpo de Ejército que manda el general Suárez Masson, revela que estos episodios no son desbordes de algunos centuriones alucinados sino la política misma que ustedes planifican en sus estados mayores, discuten en sus reuniones de gabinete, imponen como comandantes en jefe de las 3 Armas y aprueban como miembros de la Junta de Gobierno.
4. Entre mil quinientas y tres mil personas han sido masacradas en secreto después que ustedes prohibieron informar sobre hallazgos de cadáveres que en algunos casos han trascendido, sin embargo, por afectar a otros países, por su magnitud genocida o por el espanto provocado entre sus propias fuerzas.5 Veinticinco cuerpos mutilados afloraron entre marzo y octubre de 1976 en las costas uruguayas, pequeña parte quizás del cargamento de torturados hasta la muerte en la Escuela de Mecánica de la Armada, fondeados en el Río de la Plata por buques de esa fuerza, incluyendo el chico de 15 años, Floreal Avellaneda, atado de pies y manos, "con lastimaduras en la región anal y fracturas visibles" según su autopsia. Un verdadero cementerio lacustre descubrió en agosto de 1976 un vecino que buceaba en el Lago San Roque de Córdoba, acudió a la comisaría donde no le recibieron la denuncia y escribió a los diarios que no la publicaron.6 Treinta y cuatro cadáveres en Buenos Aires entre el 3 y el 9 de abril de 1976, ocho en San Telmo el 4 de julio, diez en el Río Luján el 9 de octubre, sirven de marco a las masacres del 20 de agosto que apilaron 30 muertos a 15 kilómetros de Campo de Mayo y 17 en Lomas de Zamora. En esos enunciados se agota la ficción de bandas de derecha, presuntas herederas de las 3 A de López Rega, capaces dc atravesar la mayor guarnición del país en camiones militares, de alfombrar de muertos el Río de la Plata o de arrojar prisioneros al mar desde los transportes de la Primera Brigada Aérea 7, sin que se enteren el general Videla, el almirante Massera o el brigadier Agosti. Las 3 A son hoy las 3 Armas, y la Junta que ustedes presiden no es el fiel de la balanza entre "violencias de distintos signos" ni el árbitro justo entre "dos terrorismos", sino la fuente misma del terror que ha perdido el rumbo y sólo puede balbucear el discurso de la muerte.8 La misma continuidad histórica liga el asesinato del general Carlos Prats, durante el anterior gobierno, con el secuestro y muerte del general Juan José Torres, Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruíz y decenas de asilados en quienes se ha querido asesinar la posibilidad de procesos democráticos en Chile, Boliva y Uruguay.9 La segura participación en esos crímenes del Departamento de Asuntos Extranjeros de la Policía Federal, conducido por oficiales becados de la CIA a través de la AID, como los comisarios Juan Gattei y Antonio Gettor, sometidos ellos mismos a la autoridad de Mr. Gardener Hathaway, Station Chief de la CIA en Argentina, es semillero de futuras revelaciones como las que hoy sacuden a la comunidad internacional que no han de agotarse siquiera cuando se esclarezcan el papel de esa agencia y de altos jefes del Ejército, encabezados por el general Menéndez, en la creación de la Logia Libertadores de América, que reemplazó a las 3 A hasta que su papel global fue asumido por esa Junta en nombre de las 3 Armas. Este cuadro de exterminio no excluye siquiera el arreglo personal de cuentas como el asesinato del capitán Horacio Gándara, quien desde hace una década investigaba los negociados de altos jefes de la Marina, o del periodista de "Prensa Libre" Horacio Novillo apuñalado y calcinado, después que ese diario denunció las conexiones del ministro Martínez de Hoz con monopolios internacionales. A la luz de estos episodios cobra su significado final la definición de la guerra pronunciada por uno de sus jefes: "La lucha que libramos no reconoce límites morales ni naturales, se realiza más allá del bien y del mal".10
5. Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada. En un año han reducido ustedes el salario real de los trabajadores al 40%, disminuido su participación en el ingreso nacional al 30%, elevado de 6 a 18 horas la jornada de labor que necesita un obrero para pagar la canasta familiar11, resucitando así formas de trabajo forzado que no persisten ni en los últimos reductos coloniales. Congelando salarios a culatazos mientras los precios suben en las puntas de las bayonetas, aboliendo toda forma de reclamación colectiva, prohibiendo asambleas y comisioncs internas, alargando horarios, elevando la desocupación al récord del 9%12 prometiendo aumentarla con 300.000 nuevos despidos, han retrotraído las relaciones de producción a los comienzos de la era industrial, y cuando los trabajadores han querido protestar los han calificados de subversivos, secuestrando cuerpos enteros de delegados que en algunos casos aparecieron muertos, y en otros no aparecieron.13 Los resultados de esa política han sido fulminantes. En este primer año de gobierno el consumo de alimentos ha disminuido el 40%, el de ropa más del 50%, el de medicinas ha desaparecido prácticamente en las capas populares. Ya hay zonas del Gran Buenos Aires donde la mortalidad infantil supera el 30%, cifra que nos iguala con Rhodesia, Dahomey o las Guayanas; enfermedades como la diarrea estival, las parasitosis y hasta la rabia en que las cifras trepan hacia marcas mundiales o las superan. Como si esas fueran metas deseadas y buscadas, han reducido ustedes el presupuesto de la salud pública a menos de un tercio de los gastos militares, suprimiendo hasta los hospitales gratuitos mientras centenares de médicos, profesionales y técnicos se suman al éxodo provocado por el terror, los bajos sueldos o la "racionalización". Basta andar unas horas por el Gran Buenos Aires para comprobar la rapidez con que semejante política la convirtió en una villa miseria de diez millones de habitantes. Ciudades a media luz, barrios enteros sin agua porque las industrias monopólicas saquean las napas subtérráneas, millares de cuadras convertidas en un solo bache porque ustedes sólo pavimentan los barrios militares y adornan la Plaza de Mayo , el río más grande del mundo contaminado en todas sus playas porque los socios del ministro Martínez de Hoz arrojan en él sus residuos industriales, y la única medida de gobierno que ustedes han tomado es prohibir a la gente que se bañe. Tampoco en las metas abstractas de la economía, a las que suelen llamar "el país", han sido ustedes más afortutunados. Un descenso del producto bruto que orilla el 3%, una deuda exterior que alcanza a 600 dólares por habitante, una inflación anual del 400%, un aumento del circulante que en solo una semana de diciembre llegó al 9%, una baja del 13% en la inversión externa constituyen también marcas mundiales, raro fruto de la fría deliberación y la cruda inepcia. Mientras todas las funciones creadoras y protectoras del Estado se atrofian hasta disolverse en la pura anemia, una sola crece y se vuelve autónoma. Mil ochocientos millones de dólares que equivalen a la mitad de las exportaciones argentinas presupuestados para Seguridad y Defensa en 1977, cuatro mil nuevas plazas de agentes en la Policía Federal, doce mil en la provincia de Buenos Aires con sueldos que duplican el de un obrero industrial y triplican el de un director de escuela, mientras en secreto se elevan los propios sueldos militares a partir de febrero en un 120%, prueban que no hay congelación ni desocupación en el reino de la tortura y de la muerte, único campo de la actividad argentina donde el producto crece y donde la cotización por guerrillero abatido sube más rápido que el dólar.6. Dictada por el Fondo Monetario Internacional según una receta que se aplica indistintamente al Zaire o a Chile, a Uruguay o Indonesia, la política económica de esa Junta sólo reconoce como beneficiarios a la vieja oligarquía ganadera, la nueva oligarquía especuladora y un grupo selecto de monopolios internacionales encabezados por la ITT, la Esso, las automotrices, la U.S.Steel, la Siemens, al que están ligados personalmente el ministro Martínez de Hoz y todos los miembros de su gabinete. Un aumento del 722% en los precios de la producción animal en 1976 define la magnitud de la restauración oligárquica emprendida por Martínez de Hoz en consonancia con el credo de la Sociedad Rural expuesto por su presidente Celedonio Pereda: "Llena de asombro que ciertos grupos pequeños pero activos sigan insistiendo en que los alimentos deben ser baratos".14 El espectáculo de una Bolsa de Comercio donde en una semana ha sido posible para algunos ganar sin trabajar el cien y el doscientos por ciento, donde hay empresas que de la noche a la mañana duplicaron su capital sin producir más que antes, la rueda loca de la especulación en dólares, letras, valores ajustables, la usura simple que ya calcula el interés por hora, son hechos bien curiosos bajo un gobierno que venía a acabar con el "festín de los corruptos". Desnacionalizando bancos se ponen el ahorro y el crédito nacional en manos de la banca extranjera, indemnizando a la ITT y a la Siemens se premia a empresas que estafaron al Estado, devolviendo las bocas de expendio se aumentan las ganancias de la Shell y la Esso, rebajando los aranceles aduaneros se crean empleos en Hong Kong o Singapur y desocupación en la Argentina. Frente al conjunto de esos hechos cabe preguntarse quiénes son los apátridas de los comunicados oficiales, dónde están los mercenarios al servicio de intereses foráneos, cuál es la ideologia que amenaza al ser nacional.
Si una propaganda abrumadora, reflejo deforme de hechos malvados no pretendiera que esa Junta procura la paz, que el general Videla defiende los derechos humanos o que el almirante Massera ama la vida, aún cabría pedir a los señores Comandantes en Jefe de las 3 Armas que meditaran sobre el abismo al que conducen al país tras la ilusión de ganar una guerra que, aún si mataran al último guerrillero, no haría más que empezar bajo nuevas formas, porque las causas que hace más de veinte años mueven la resistencia del pueblo argentino no estarán dcsaparecidas sino agravadas por el recuerdo del estrago causado y la revelación de las atrocidades cometidas.
Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles.

Rodolfo Walsh. - C.I. 2845022 Buenos Aires, 24 de marzo de 1977.

1 Desde enero de 1977 la Junta empezó a publicar nóminas incompletas de nuevos detenidos y de "liberados" que en su mayoría no son tales sino procesados que dejan de estar a su disposición pero siguen presos. Los nombres de millares de prisioneros son aún secreto militar y las condiciones para su tortura y posterior fusilamiento permanecen intactas.
2 El dirigente peronista Jorge Lizaso fue despellejado en vida, el ex diputado radical Mario Amaya muerto a palos, el ex diputado Muñiz Barreto desnucado de un golpe. Testimonio de una sobreviviente: "Picana en Ios brazos, las manos, los muslos, cerca de Ia boca cada vez que lloraba o rezaba... Cada veinte minutos abrían la puerta y me decían que me iban hacer fiambre con la máquina de sierra que se escuchaba".
3 "Cadena Informativa", mensaje Nro. 4, febrero de 1977.
4 Una versión exacta aparece en esta carta de los presos en la Cárcel de Encausados al obispo de Córdoba, monseñor Primatesta: "El 17 de mayo son retirados con el engaño de ir a la enfermería seis compañeros que luego son fusilados. Se trata de Miguel Angel Mosse, José Svagusa, Diana Fidelman, Luis Verón, Ricardo Yung y Eduardo Hernández, de cuya muerte en un intento de fuga informó el Tercer Cuerpo de Ejército. El 29 de mayo son retirados José Pucheta y Carlos Sgadurra. Este úItimo había sido castigado al punto de que no se podía mantener en pie sufriendo varias fracturas de miembros. Luego aparecen también fusilados en un intento de fuga".
5 En los primeros 15 días de gobierno militar aparecieron 63 cadáveres, según los diarios. Una proyección anual da la cifra de 1500. La presunción de que puede ascender al doble se funda en que desde enero de 1976 la información periodística era incompleta y en el aumento global de la represión después del golpe. Una estimación global verosímil de las muertes producidas por la Junta es la siguiente. Muertos en combate: 600. Fusilados: 1.300. Ejecutados en secreto: 2.000. Varios. 100. Total: 4.000.
6 Carta de Isaías Zanotti, difundida por ANCLA, Agencia Clandestina de Noticias.
7 "Programa" dirigido entre julio y diciembre de 1976 por el brigadier Mariani, jefe de la Primera Brigada Aérea del Palomar. Se usaron transportes Fokker F-27.
8 El canciller vicealmirante Guzzeti en reportaje publicado por "La Opinión" el 3-10-76 admitió que "el terrorismo de derecha no es tal" sino "un anticuerpo".
9 El general Prats, último ministro de Ejército del presidente Allende, muerto por una bomba en setiembre de 1974. Los ex parlamentarios uruguayos Michelini y Gutiérrez Ruiz aparecieron acribillados el 2-5-76. El cadáver del general Torres, ex presidente de Bolivia, apareció el 2-6-76, después que el ministro del Interior y ex jefe de Policía de Isabel Martínez, general Harguindeguy, lo acusó de "simular" su secuestro.
10 Teniente Coronel Hugo Ildebrando Pascarelli según "La Razón" del 12-6-76. Jefe del Grupo I de Artillería de Ciudadela. Pascarelli es el presunto responsable de 33 fusilamientos entre el 5 de enero y el 3 de febrero de 1977.
11 Unión de Bancos Suizos, dato correspondiente a junio de 1976. Después la situación se agravó aún más.
12 Diario "Clarín".
13 Entre los dirigentes nacionales secuestrados se cuentan Mario Aguirre de ATE, Jorge Di Pasquale de Farmacia, Oscar Smith de Luz y Fuerza. Los secuestros y asesinatos de delegados han sido particularmente graves en metalúrgicos y navales.
14 Prensa Libre, 16-12-76.

(Rodolfo J. Walsh nació en 1927 en la localidad de Choele-Choel, provincia de Río Negro. Fue escritor, periodista, traductor. Su obra recorre el género policial, periodístico y testimonial, con obras como Operación Masacre y Quién mató a Rosendo. El 25 de marzo de 1977 un pelotón especializado emboscó a Rodolfo Walsh en calles de Buenos Aires con el objetivo de aprehenderlo vivo. Walsh, militante revolucionario, se resistió, hirió y fue herido a su vez de muerte. Su cuerpo nunca apareció. El día anterior había escrito lo que sería su última palabra pública: la Carta abierta de un ecsritor a la Junta Militar.)

Saturday, December 24, 2005

JUAN RULFO

Macario

Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos... Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son negros. También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo perjudique a las ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina la que me manda a hacer las cosas... Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa sólo se está en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender el fogón también a mí me toca. Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso... Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué me amarra mis manos; pero dice que porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por nomás. Yo no me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con mentiras. Cuando me llama a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente que me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba me apedreaban hasta hacerme correr sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además, aquí vive Felipa. Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero... La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; pero no, no es igual de buena que la leche de Felipa... Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos... Felipa antes iba todas las noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua... Muchas veces he comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba más, porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacia cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de ningún miedo a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna noche... A veces no le tengo tanto miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme mis buenos sustos con eso de que me voy a ir al infierno cualquier día de éstos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos contra lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me hace cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese que tengo de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida... Felipa dice, cuando tiene ganas de estar conmigo, que ella le cuenta al Señor todos mis pecados. Que irá al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de todos los días. Por toda la vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto... Sin embargo, lo de tener la cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares del corredor horas enteras y la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo; primero despacito, después más recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con la chirimía, cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno está en la iglesia, amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor... Y mi madrina dice que si en mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería saber. Oírlo, como cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a la calle para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la iglesia y por encima de las condenaciones del señor cura...: "El camino de las cosas buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro." Eso dice el señor cura... Yo me levanto y salgo de mi cuarto cuando todavía está a oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me agarre la luz del día. En la calle suceden cosas. Sobra quién lo descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la camisa y esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y aguantar otra vez que le amarren a uno las manos, porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene buen sabor aunque, eso sí, no se parece al sabor de la leche de Felipa... Yo por eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la puerta para que no den conmigo los pecados mirando que aquello está a oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para ver por dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y en cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus patas rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No vaya a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote prendido buscando todas las cucarachas que se meten por debajo de mi cobija... Las cucarachas truenan como saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los mato. Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las animas que están penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el susto. Además, a mí me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos. En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de los costales donde yo me acuesto. También hay alacranes. Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al suelo. Porque si algún brazo se mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a llorar y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le echara a perder su nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé untándole saliva y rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no se aliviaba con mi remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que pude... De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera en la calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada. Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que me como el garbanzo remojado que le doy a los puercos gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así que ella ya sabe con cuánta hambre ando desde que me amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de allí ya no me sacará nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina y que traigo enredado en el pescuezo... Ahora estoy junto a la alcantarilla esperando a que salgan las ranas. Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo platicando. Si tardan más en salir, puede suceder que me duerma, y luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará por ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces le pedirá, a alguno de toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que me lleven a rastras a la condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no podré ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá que es allí donde están... Mejor seguiré platicando... De lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce como la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco...

Juan Rulfo nació enMéxico en 1918. En 1945 publica su cuento “La vida no es muy seria en sus cosas”. Ese mismo año la revista Pan de Guadalajara publica “Nos han dado la tierra” y, en noviembre, “Macario”. En 1953 el Fondo de Cultura Económica publica su libro de cuentos El llano en llamas. En 1955 aparace su novela Pedro Páramo. Murió en México, en 1986.

KATHERINE MANSFIELD

La mosca

-Pues sí que está usted cómodo aquí -dijo el viejo señor Woodifield con su voz de flauta. Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto a la mesa de su amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su conversación había terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería irse. Desde que se había retirado, desde su... apoplejía, la mujer y las chicas lo tenían encerrado en casa todos los días de la semana excepto los martes. El martes lo vestían y lo cepillaban, y lo dejaban volver a la ciudad a pasar el día. Aunque, la verdad, la mujer y las hijas no podían imaginarse qué hacía allí. Suponían que incordiar a los amigos... Bueno, es posible. Sin embargo, nos aferramos a nuestros últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas hojas. De manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y observando casi con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón, corpulento, rosado, cinco años mayor que él y todavía en plena forma, todavía llevando el timón. Daba gusto verlo.
Con melancolía, con admiración, la vieja voz añadió:
-Se está cómodo aquí, ¡palabra que sí!
-Sí, es bastante cómodo -asintió el jefe mientras pasaba las hojas del Financial Times con un abrecartas. De hecho estaba orgulloso de su despacho; le gustaba que se lo admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo Woodifield. Le infundía un sentimiento de satisfacción sólida y profunda estar plantado ahí en medio, bien a la vista de aquella figura frágil, de aquel anciano envuelto en una bufanda.
-Lo he renovado hace poco -explicó, como lo había explicado durante las últimas, ¿cuántas?, semanas-. Alfombra nueva -y señaló la alfombra de un rojo vivo con un dibujo de grandes aros blancos-. Muebles nuevos -y apuntaba con la cabeza hacia la sólida estantería y la mesa con patas como de caramelo retorcido-. ¡Calefacción eléctrica! -con ademanes casi eufóricos indicó las cinco salchichas transparentes y anacaradas que tan suavemente refulgían en la placa inclinada de cobre.
Pero no señaló al viejo Woodifield la fotografía que había sobre la mesa. Era el retrato de un muchacho serio, vestido de uniforme, que estaba de pie en uno de esos parques espectrales de estudio fotográfico, con un fondo de nubarrones tormentosos. No era nueva. Estaba ahí desde hacía más de seis anos.
-Había algo que quería decirle -dijo el viejo Woodifield, y los ojos se le nublaban al recordar-. ¿Qué era? Lo tenía en la cabeza cuando salí de casa esta mañana. -Las manos le empezaron a temblar y unas manchas rojizas aparecieron por encima de su barba.
Pobre hombre, está en las últimas, pensó el jefe. Y sintiéndose bondadoso, le guiñó el ojo al viejo y dijo bromeando:
-Ya sé. Tengo aquí unas gotas de algo que le sentará bien antes de salir otra vez al frío. Es una maravilla. No le haría daño ni a un niño.
Extrajo una llave de la cadena de su reloj, abrió un armario en la parte baja de su escritorio y sacó una botella oscura y rechoncha.
-Ésta es la medicina -exclamó-. Y el hombre de quien la adquirí me dijo en el más estricto secreto que procedía directamente de las bodegas del castillo de Windsor.
Al viejo Woodifield se le abrió la boca cuando lo vio. Su cara no hubiese expresado mayor asombro si el jefe hubiera sacado un conejo.
-¿Es whisky, no? -dijo débilmente.
El jefe giró la botella y cariñosamente le enseñó la etiqueta. En efecto, era whisky.
-Sabe -dijo el viejo, mirando al jefe con admiración- en casa no me dejan ni tocarlo-. Y parecía que iba a echarse a llorar.
-Ah, ahí es donde nosotros sabemos un poco más que las señoras -dijo el jefe, doblándose como un junco sobre la mesa para alcanzar dos vasos que estaban junto a la botella del agua, y sirviendo un generoso dedo en cada uno-. Bébaselo, le sentará bien. Y no le ponga agua. Sería un sacrilegio estropear algo así. ¡Ah! -Se tomó el suyo de un trago; luego se sacó el pañuelo, se secó apresuradamente los bigotes y le hizo un guiño al viejo Woodifield, que aún saboreaba el suyo.
El viejo tragó, permaneció silencioso un momento, y luego dijo débilmente:
-¡Qué fuerte!
Pero lo reconfortó; subió poco a poco hasta su entumecido cerebro... y recordó.
-Eso era -dijo, levantándose con esfuerzo de la butaca-. Supuse que le gustaría saberlo. Las chicas estuvieron en Bélgica la semana pasada para ver la tumba del pobre Reggie, y dio la casualidad que pasaron por delante de la de su chico. Por lo visto quedan bastante cerca la una de la otra.
El viejo Woodifield hizo una pausa, pero el jefe no contestó. Sólo un ligero temblor en el párpado demostró que estaba escuchando.
-Las chicas estaban encantadas de lo bien cuidado que está todo aquello -dijo la vieja voz-. Lo tienen muy bonito. No estaría mejor si estuvieran en casa. ¿Usted no ha estado nunca, verdad?
-¡No, no! -Por varias razones el jefe no había ido.
-Hay kilómetros enteros de tumbas -dijo con voz trémula el viejo Woodifield- y todo está tan bien cuidado que parece un jardín. Todas las tumbas tienen flores. Y los caminos son muy anchos. -Por su voz se notaba cuánto le gustaban los caminos anchos.
Hubo otro silencio. Luego el anciano se animó sobremanera.
-¿Sabe usted lo que les hicieron pagar a las chicas en el hotel por un bote de confitura? -dijo-. ¡Diez francos! A eso yo le llamo un robo. Dice Gertrude que era un bote pequeño, no más grande que una moneda de media corona. No había tomado más que una cucharada y le cobraron diez francos. Gertrude se llevó el bote para darles una lección. Hizo bien; eso es querer hacer negocio con nuestros sentimientos. Piensan que porque hemos ido allí a echar una ojeada estamos dispuestos a pagar cualquier precio por las cosas. Eso es. -Y se volvió, dirigiéndose hacia la puerta.
-¡Tiene razón, tiene razón! -dijo el jefe. aunque en realidad no tenía idea de sobre qué tenía razón. Dio la vuelta a su escritorio y siguiendo los pasos lentos del viejo lo acompañó hasta la puerta y se despidió de él. Woodifield se había marchado.
Durante un largo momento el jefe permaneció allí, con la mirada perdida, mientras el ordenanza de pelo canoso, que lo estaba observando, entraba y salía de su garita como un perro que espera que lo saquen a pasear.
De pronto:
-No veré a nadie durante media hora, Macey -dijo el jefe-. ¿Ha entendido? A nadie en absoluto.
-Bien, señor.
La puerta se cerró, los pasos pesados y firmes volvieron a cruzar la alfombra chillona, el fornido cuerpo se dejó caer en el sillón de muelles y echándose hacia delante, el jefe se cubrió la cara con las manos. Quería, se había propuesto, había dispuesto que iba a llorar...
Le había causado una tremenda conmoción el comentario del viejo Woodifield sobre la sepultura del muchacho. Fue exactamente como si la tierra se hubiera abierto y lo hubiera visto allí tumbado, con las chicas de Woodifield mirándolo. Porque era extraño. Aunque habían pasado más de seis años, el jefe nunca había pensado en el muchacho excepto como un cuerpo que yacía sin cambio, sin mancha, uniformado, dormido para siempre. «¡Mi hijo!», gimió el jefe. Pero las lágrimas todavía no acudían. Antes, durante los primeros meses, incluso durante los primeros años después de su muerte, bastaba con pronunciar esas palabras para que lo invadiera una pena inmensa que sólo un violento episodio de llanto podía aliviar. El paso del tiempo, había afirmado entonces, y así lo había asegurado a todo el mundo, nunca cambiaría nada. Puede que otros hombres se recuperaran, puede que otros lograran aceptar su pérdida, pero él no. ¿Cómo iba a ser posible? Su muchacho era hijo único. Desde su nacimiento el jefe se había dedicado a levantar este negocio para él; no tenía sentido alguno si no era para el muchacho. La vida misma había llegado a no tener ningún otro sentido. ¿Cómo diablos hubiera podido trabajar como un esclavo, sacrificarse y seguir adelante durante todos aquellos años sin tener siempre presente la promesa de ver a su hijo ocupando su sillón y continuando donde él había abandonado?
Y esa promesa había estado tan cerca de cumplirse. El chico había estado en la oficina aprendiendo el oficio durante un año antes de la guerra. Cada mañana habían salido de casa juntos; habían regresado en el mismo tren. ¡Y qué felicitaciones había recibido por ser su padre! No era de extrañar; se desenvolvía maravillosamente. En cuanto a su popularidad con el personal, todos los empleados, hasta el viejo Macey, no se cansaban de alabarlo. Y no era en absoluto un mimado. No, él siempre con su carácter despierto y natural, con la palabra adecuada para cada persona, con aquel aire juvenil y su costumbre de decir: «¡Sencillamente espléndido!».
Pero todo eso había terminado, como si nunca hubiera existido. Había llegado el día en que Macey le había entregado el telegrama con el que todo su mundo se había venido abajo. «Sentimos profundamente informarle que...» Y había abandonado la oficina destrozado, con su vida en ruinas.
Hacía seis años, seis años... ¡Qué rápido pasaba el tiempo! Parecía que había sido ayer. El jefe retiró las manos de la cara; se sentía confuso. Algo parecía que no funcionaba. No estaba sintiéndose como quería sentirse. Decidió levantarse y mirar la foto del chico. Pero no era una de sus fotografías favoritas; la expresión no era natural. Era fría, casi severa. El chico nunca había sido así.
En aquel momento el jefe se dio cuenta de que una mosca se había caído en el gran tintero y estaba intentando infructuosamente, pero con desesperación, salir de él. ¡Socorro, socorro!, decían aquellas patas mientras forcejeaban. Pero los lados del tintero estaban mojados y resbaladizos; volvió a caerse y empezó a nadar. El jefe tomó una pluma, extrajo la mosca de la tinta y la depositó con una sacudida en un pedazo de papel secante. Durante una fracción de segundo se quedó quieta sobre la mancha oscura que rezumaba a su alrededor. Después las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, levantando su cuerpecillo empapado, empezó la inmensa tarea de limpiarse la tinta de las alas. Por encima y por debajo, por encima y por debajo pasaba la pata por el ala, como lo hace la piedra de afilar por la guadaña. Luego hubo una pausa mientras la mosca, aparentemente de puntillas, intentaba abrir primero un ala y luego la otra. Por fin lo consiguió, se sentó y empezó, como un diminuto gato, a limpiarse la cara. Ahora uno podía imaginarse que las patitas delanteras se restregaban con facilidad, alegremente. El horrible peligro había pasado; había escapado; estaba preparada de nuevo para la vida.
Pero justo entonces el jefe tuvo una idea. Hundió otra vez la pluma en el tintero, apoyó su gruesa muñeca en el secante y mientras la mosca probaba sus alas, una enorme gota cayó sobre ella. ¿Cómo reaccionaría? ¡Buena pregunta! La pobre criatura parecía estar absolutamente acobardada, paralizada, temiendo moverse por lo que pudiera acontecer después. Pero entonces, como dolorida, se arrastró hacia delante. Las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, esta vez más lentamente, reanudó la tarea desde el principio.
Es un diablillo valiente -pensó el jefe- y sintió verdadera admiración por el coraje de la mosca. Así era como se debían de acometer los asuntos; ésa era la actitud. Nunca te dejes vencer; sólo era cuestión de... Pero una vez más la mosca había terminado su laboriosa tarea y al jefe casi le faltó tiempo para recargar la pluma, y descargar otra vez la gota oscura de lleno sobre el recién aseado cuerpo. ¿Qué pasaría esta vez? Siguió un doloroso instante de incertidumbre. Pero ¡atención!, las patitas delanteras volvían a moverse; el jefe sintió una oleada de alivio. Se inclinó sobre la mosca y le dijo con ternura: «Ah, astuta cabroncita». Incluso se le ocurrió la brillante idea de soplar sobre ella para ayudarla en el proceso de secado. Pero a pesar de todo, ahora había algo de tímido y débil en sus esfuerzos, y el jefe decidió que ésta tendría que ser la última vez, mientras hundía la pluma hasta lo más profundo del tintero.
Lo fue. La última gota cayó en el empapado secante y la extenuada mosca quedó tendida en ella y no se movió. Las patas traseras estaban pegadas al cuerpo; las delanteras no se veían.
-Vamos -dijo el jefe-. ¡Espabila! -Y la removió con la pluma, pero en vano. No pasó nada, ni pasaría. La mosca estaba muerta.
El jefe levantó el cadáver con la punta del abrecartas y lo arrojó a la papelera. Pero lo invadió un sentimiento de desdicha tan agobiante que verdaderamente se asustó. Se inclinó hacia delante y tocó el timbre para llamar a Macey.
-Tráigame un secante limpio -dijo con severidad- y dese prisa. -Y mientras el viejo perro se alejaba con un paso silencioso, empezó a preguntarse en qué había estado pensando antes. ¿Qué era? Era... Sacó el pañuelo y se lo pasó por delante del cuello de la camisa. Aunque le fuera la vida en ello no se podía acordar.

Katherine Mansfield nació en Nueva Zelanda en 1888, pero se naturalizó inglesa. Autora de cuentos y novelas, el reconocimiento le llegó en 1916 luego de mudarse a Francia, por Felicidad y otras historias. Otros títulos: En una pesnión alemana (1911), La fiesta en el jardín (1922). Murió en Francia en 1923.

ROBERTO ARLT

La doble trampa mortal

He aquí el asunto, teniente Ferrain: usted tendrá que matar a una mujer bonita.
El rostro del otro permaneció impasible. Sus ojos desteñidos, a través de las vidrieras, miraban el tráfico que subía por el bulevar Grenelle hacia el bulevar Garibaldi. Eran las cinco de la tarde, y ya las luces comenzaban a encenderse en los escaparates. El jefe del Servicio de Contraespionaje observó el ceniciento perfil de Ferrain, y prosiguió:
-Consuélese, teniente. Usted no tendrá que matar a la señorita Estela con sus propias manos. Será ella quien se matará. Usted será el testigo, nada más.
Ferrain comenzó a cargar su pipa y fijó la mirada en el señor Demetriades. Se preguntaba cómo aquel hombre había llegado hasta tal cargo. El jefe del servicio, cráneo amarillo a lo bola de manteca, nariz en caballete, se enfundaba en un traje rabiosamente nuevo. Visto en la calle, podía pasar por un funcionario rutinario y estúpido. Sin embargo, estaba allí, de pie, frente al mapa de África, colgado a sus espaldas, y perorando como un catedrático:
-Posiblemente, usted Ferrain, experimente piedad por el destino cruel a que está condenada la señorita Estela; pero créame, ella no le importaría de usted si se encontrara en la obligación de suprimirlo. Estela le mataría a usted sin el más mínimo escrúpulo de conciencia. No tenga lástima jamás de ninguna mujer. Cuando alguna se le cruce en el camino, aplástele la cabeza sin misericordia, como a una serpiente. Verá usted: el corazón se le quedará contento y la sangre dulce.
El teniente Ferrain terminó de cargar su pipa. Interrogó:
-¿Qué es lo que ha hecho la señorita Estela?
-¿Qué es lo que ha hecho? ¡Por Cosme y Damián! Lo menos que hace es traicionarnos. Nos está vendiendo a los italianos. O a los alemanes. O a los ingleses. O al diablo. ¿Qué sé yo a quién? Vea: la historia es lamentable. En Polonia, la señorita Estela se desempeñó correctamente y con eficiencia. Esto lo hizo suponer al servicio que podía destacarla en Ceuta. Los españoles estaban modernizando el fuerte de Santa Catalina, el de Prim, el del Serrallo y el del Renegado, cambiando los emplazamientos de las baterías; un montón de diabluras. Ella no sólo tenía que recibir las informaciones, sino trabajar en compañía del ingeniero Desgteit. El ingeniero Desgteit es perro viejo en semejantes tareas. Con ese propósito, el ingeniero compró en Ceuta la llave de un acreditado café. Estela hacía el papel de sobrina del ingeniero. El bar, concurrido por casi toda la oficialidad española, fue modernizado. Se le agregaron sólidos reservados. Un consejo, mi teniente: no hable nunca de asuntos graves en un reservado. Cada reservado estaba provisto de un micrófono. Consecuencia: los oficiales iban, charlaban, bebían. Estela, en el otro piso, a través de los micrófonos, anotaba cuanta palabra interesante decían. Este procedimiento nos permitió saber muchas cosas. Pero he aquí que el mecanismo informativo se descompone. El ingeniero Desgteit encuentra con su cabeza una bala perdida que se escapa de un grupo de borrachos. Supongamos que fueron borrachos auténticos. Mahomet "el Cojo", respetable comerciante ligado estrechamente a la cabila de Anghera, cuyos hombres trabajaban en las fortificaciones, es asaltado por unos desconocidos. Estos lo apalean tan cruelmente, que el hombre muere sin recobrar el sentido. Y, finalmente, como epílogo de la fiesta, nos llega un mensaje de la señorita Estela... ¡Y con qué novedad! Un incendio ha destruido al bar. Por supuesto, toda la documentación que tenía que entregarnos ha quedado reducida a cenizas.
El teniente Ferrain movió la cabeza.
-Evidentemente, hay motivos para fusilarla cuatro veces por la espalda.
El señor Demetriades se quitó una vírgula de tabaco de la lengua, y prosiguió:
-Yo no tengo carácter para acusar sin pruebas; pero tampoco me gusta que me la jueguen de esa manera. Estela es una mujer habilísima. Naturalmente, ordené que la vigilaran, y ella lo supone.
-¿Por qué presume usted que ella se supone vigilada?
-Son los indicios invisibles. Se sabe condenada a muerte, y está buscando la forma de escaparse de nuestras manos. Por supuesto, llevándose la documentación. Ahora bien; ella también sabe que no puede escaparse. Por tierra, por aire o por agua, la seguiríamos y atraparíamos. Ella lo sabe. Pero he aquí de pronto una novedad: la señorita Estela descubre una forma sencillísima para evadirse. He aquí el procedimiento: me escribe diciéndome que siente amenazada su vida, y de paso solicita que un avión la busque para conducirla inmediatamente a Francia; pero nos avisa (aquí está la trampa) que en Xauen la espera un agente de Mahomet "el Cojo" para entregarle una importantísima información. ¿Qué deduce usted, teniente, de ello?
-¿Intentará escaparse en Xauen?
El jefe del servicio se echó a reír.
-Usted es un ingenuo y ella una mentirosa. La información que ella tiene que recibir en Xauen es un cuento chino. Vea, teniente.-El señor Demetriades se volvió hacia el mapa y señaló a Ceuta.-Aquí está Ceuta.-Su dedo regordete bajó hacia el Sur.-Aquí, Xauen. Observe este detalle, teniente. A partir de Beni Hassan, usted se encuentra con un sistema montañoso de más de mil quinientos metros de altura. Nidos de águilas y despeñaperros, como dicen nuestros amigos los españoles. Después de Beni Hassan, el único lugar donde puede aterrizar un avión es Xauen. Ahora bien: el proyecto de esta mujer es tirarse del avión cuando el aparato cruce por la zona de las grandes montañas. Como ella llevará paracaídas, tocará tierra cómodamente, y el avión se verá obligado a seguir viaje hasta Xauen. Y la señorita Estela, a quien sus compinches esperarán en Dar Acobba, Timila o Meharsa, nos dejará plantados con una cuarta de narices. Y nosotros habremos costeado la información para que otros la aprovechen. Muy bonito, ¿no?. . .
-El plan es audaz.
El señor Demetriades replicó:
-¡Qué va a ser audaz! Es simple, claro y lógico, como dos y dos son cuatro. Más lógico le resultará cuando se entere de que la señorita Estela es paracaidista. Lo he sabido de una forma sumamente casual.
El teniente Ferrain volvió a encender su pipa.
-¿Qué es lo que tengo que hacer?
-Poco y nada. Usted irá a Ceuta en un avión de dos asientos. El aparato llevará los paracaídas reglamentarios; pero el suyo estará oculto, y el destinado al asiento de ella, tendrá las cuerdas quemadas con ácido; de manera que aunque ella lo revise no descubrirá nada particular. Cuando se arroje del avión, las cuerdas quemadas no soportarán el peso de su cuerpo, y ella se romperá la cabeza en las rocas. Entonces usted bajará donde esa mujer haya caído, y si no se ha muerto, le descarga las balas de su pistola en la cabeza. Y después le saca todo lo que lleve encima.
-¿Con qué queman las cuerdas del paracaídas?
Con ácido nítrico diluido en agua. ¿Por qué?
-Nada. El avión se hará pedazos.
-Naturalmente. Ahora, véalo al coronel Desmoulin. Él le dará algunas instrucciones y la orden para retirar el aparato. Tendrá que estar a las ocho de la mañana en Ceuta. Le deseo buena suerte.
El teniente Ferrain se levantó y estrechó la mano del jefe de servicio. Luego tomó su sombrero y salió. Ambos ignoraban que no se verían nunca más.
El teniente Ferrain llegó a las ocho de la mañana al aeródromo de la Aeropostale, piloteando un avión de dos asientos. Miró en derredor, y por el prado herboso vio venir a su encuentro una joven enlutada. La acompañaba el director del aeródromo. Ferrain detuvo los ojos en la señorita Estela. La muchacha avanzaba ágilmente, y su continente era digno y reservado. Algunos ricitos de oro escapaban por debajo de su toca. Tenía el aspecto de una doncella prudente que va a emprender un viaje de vacaciones a la casa de su tía.
El director del aeródromo hizo las presentaciones. Ferrain estrechó fríamente la mano enguantada de la muchacha. Ella le miró a los ojos, y pensó: "Un hombre sin reacciones. Debe ser jugador".
Quizá la muchacha no se equivocaba; pero no era aquel el momento de pensar semejantes cosas de Ferrain. El aviador estaba profundamente disgustado al verse mezclado en aquel horrible negocio. El mecánico se acercó al director, y éste se alejó. Estela, que miraba las plateadas alas del avión reposando como un pez en la pradera verde, volvió sus ojos a Ferrain.
-¿Ha estado usted con el señor Demetriades?
-Sí.
-Supongo que estará enterado de todo.
-Me ha dicho que me ponga por completo a sus órdenes.
-Entonces iremos primero a Xauen, y luego tomaremos rumbo a Melilla.
-¿Sus documentos están en orden?
-Por completo... ¿Conoce usted Xauen?
-He estado dos veces.
-De Xauen podemos salir después de almorzar. Esta noche cenaremos juntos en París. ¿Conforme?
-¡Encantado!
-¿Cuándo salimos?
-Cuando usted diga.
-Me pondré el overol, entonces.-Ya ella se marchaba para la toilette del aeródromo con su bolso de mano; pero bruscamente se volvió. Sonreía, un poco ruborizada, como si se avergonzara de una posible actitud pueril. Dijo: -Teniente Ferrain, no se vaya a reír de mí ¿Tiene usted paracaídas?
Ferrain permaneció serio.
-Puede usar el mío, si quiere. Yo jamás he necesitado de ese chisme.
-Es que soy supersticiosa. Hoy he visto un funeral. Y la primera inicial del paño fúnebre era la letra "E".
Ferrain la miró sorprendido:
-¡Es curioso! Yo me llamo Esteban. ¿Por quién sería el augurio?...
La espía no sonrió. Un poco desconcertada, observó a Ferrain, y luego balbuceó:
-¡Es curioso!
Ferrain miró el cielo azul de la mañana recortándose sobre las montañas verdosas, y replicó:
-Tendremos un viaje serenísimo. No se preocupe.
Ella, con ágiles pasos, marchó a enfundarse en su overol.
Ferrain se dirigió a su aparato. A medida que transcurrirían los minutos, el disgusto por su misión aumentaba su volumen sombrío. ¿Cómo se había dejado atrapar por aquel Demetriades? Algunos mástiles se alejaban del dique hacia Gibraltar. Ferrain pensó con envidia que en los puentes irían pasajeros dichosos. Cierto es que esa noche cenaría en París. ¡Cuántos sacrificios costaba un ascenso! De modo que esa hipócrita, con su aspecto de mosquita muerta, había hecho asesinar a Desgteit y a Mahomet "el Cojo"? ¿Qué aventuras la habrían conducido al Servicio de Contraespionaje? De haber estado en sus manos, borraría a Ceuta del mapa. Miró con rabia al mecánico, que terminaba de llenar el tanque de nafta. Algunos pájaros saltaban en la hierba; más allá, los portones de cine de un hangar se abrían lentamente. Y él, por esa mala pécora...
Sonriendo, con su bolso de mano, apareció la señorita Estela. Evidentemente, era elegante. Ella lo envolvió en su aterciopelada mirada azul, que escapaba de sus pupilas abiertas como abanicos. Ferrain apartó los ojos de ella. Acaba de representársela destrozada en un roquedal, las entrañas derramándose entre los dientes rotos. La señorita Estela, cruzándose de brazos frente a él, dijo:
-¡Lista!
Ferrain se acercó penosamente al aparato. Ella caminaba a su lado alargando el paso y charloteando como una colegiala maliciosa.
-¿Cómo está el señor Demetriades? ¿Siempre paternal y cínico? Supongo que le habrá contado...
Ferrain la miró desafiante:
-¿Contado qué?
-Nuestras dificultades.
Ferrain cortó en seco:
-Usted perdone. El señor Demetriades me ordenó que la buscara a usted, y que eludiera toda conversación confidencial respecto al servicio.
La respuesta de Ferrain fue oportuna y adecuada. Estela pensó: "Este imbécil teme que le estropee la foja con algún chisme", y acto seguido cambió de conversación y de tono:
-¿Cree usted que habrá elecciones en España?
Ferrain la soslayó:
-Posiblemente. . . Se habla de la chance del bloque popular. ¿Cree usted en esa ensalada?
Ferrain sonrió eficiente:
-El bloque es un disparate. Gil Robles gobernará a España. La CEDA es el único partido serio. Electoralmente, el bloque popular está condenado al fracaso. Azaña es un literato.
Habían llegado al avión. Subió Ferrain, y el mecánico la ayudó a Estela. Ella recogió el paracaídas y se cruzó el correaje bajo las axilas.
Ferrain la miró, y aunque estaba muy lejos de tener deseos de sonreír, no pudo evitar que una sonrisa extraña, dubitativa, le encrespara los labios. E insistió en su pregunta:
-Pero, ¿usted cree en ese chisme? -Luego, sin esperar que ella le contestara, apretó el botón del encendido. La hélice osciló como un élitro de cristal, y el motor tableteó semejante a una ametralladora. La máquina se deslizó por la pradera y brincó ligeramente dos veces. Luego quedó suspendida en la atmósfera, cuando Estela bajó la cabeza, las torres de la catedral estaban abajo. En los patios con palmeras se veían algunos monjes que levantaban la cabeza.
Aparecieron los caminos asfaltados, el mar; a lo lejos, entre neblinas sonrosadas, el ceniciento peñón de Gibraltar; la costa de España se recortaba adusta en el azul del Mediterráneo. Durante pocos minutos el avión pareció seguir a lo largo de la mar; pero la costa desapareció y avanzaron sobre crecientes bultos de montañas verdes. Por los caminos zigzagueantes avanzaban lentos camiones. Grupos de campesinos moros eran ostensibles por sus vestiduras blancas. El avión ganó altura, y la costra terrestre, más profunda y sombría, apareció desierta como en los primeros días de la creación.
A pesar de que lucía el sol, el paisaje era siniestro y hostil, con la encrespadura de sus montes y la oquedad verde botella de los valles.
Una congoja infinita entró en el corazón de Ferrain. Vio que Estela metió la mano en el bolso y estuvo allí buscando algo. Finalmente, extrajo una petaca morisca, y le ofreció un cigarrillo. Ferrain no aceptó. Ella fumaba y miraba las profundidades. Ferrain sentía que un infortunio inmenso se aplastaba sobre su vida, descorazonándole para toda acción. Hubiera querido decirle algo a esa mujer, escribírselo en la pizarra; pero una fuerza fatal dominaba su voluntad; tras él estaba el servicio, el destino así aceptado de servir en la absoluta disciplina, y el tiempo, como una brizna cargada de hielo de muerte, corría a través de sus pulmones ansiosos.
Más bultos de montañas se renovaban en el confín. Abajo, la tierra, como en los primeros días de la creación, mostraba riachos salvajes, entre verticales y resquebrajaduras de bosques titánicos y cordones de una primitiva geología.
Parecían estar situados en el centro de un inmenso globo de cristal, cuya costra verde se levantaba por momentos hacia sus rostros, como removida por un aliento monstruoso.
Estela miró su reloj pulsera. El corazón de Ferrain comenzó a golpear como el hacha de un leñador en un pesado tronco. Avanzaban ahora hacia un valle que dilataba su pradera entre dos cordones de cerros amarillentos. Allí abajo, casi al confín, se veía arder una hoguera. Estela tocó el hombro de Ferrain, y le señaló la dirección opuesta a la hoguera. Muy lejos, a ras de tierra, se distinguían los cubos blancos de un caserío. Era el poblado de Beni Hassan.
Ferrain volvió la cabeza, resignado. Adivinó el movimiento de Estela. Cuando quiso lanzar un grito, ella saltaba al vacío. Tan apresuradamente, que sobre el asiento se le olvidó el bolso.
La mujer caía en el vacío semejante a una piedra. Verticalmente. El paracaídas no se abrió. Ferrain hizo girar maquinalmente el aparato para ver caer a la mujer. Ella era un punto negro en el vacío. El paracaídas no se abrió. Luego ya no la vio caer más. Estela se había aplastado en la tierra.
Ferrain, temblando, apagó el encendido del motor. Aterrizaría en aquella pradera. Involuntariamente, su mirada se volvió hacia el bolso que Estela había olvidado sobre el asiento. Iba a extender la mano hacia él, cuando de allí escapó una llamarada. La explosión de la bomba, oculta en el bolso, y que Estela había dejado para asegurarse la retirada, desgarró el fuselaje del avión, y el cuerpo de Ferrain voló despedazado por los aires.

Roberto Arlt nació en Buenos Aires en abril del 1900. Publicó El juguete rabioso en 1926. Sus columnas diarias periodísticas, Aguafuertes porteñas, aparecieron de 1928 a 1935 y fueron después recopiladas en libro. En 1935, viajó a España y África enviado por El Mundo, de donde salen sus Aguafuertes Españolas. Luego vinieron las novelas Los siete locos y su continuación, Los lanzallamas. Murió en 1942.

CLARICE LISPECTOR

Una gallina

Era una gallina de domingo. Todavía vivía porque no pasaba de las nueve de la mañana. Parecía calma. Desde el sábado se había encogido en un rincón de la cocina. No miraba a nadie, nadie la miraba a ella. Aun cuando la eligieron, palpando su intimidad con indiferencia, no supieron decir si era gorda o flaca. Nunca se adivinaría en ella un anhelo.
Por eso fue una sorpresa cuando la vieron abrir las alas de vuelo corto, hinchar el pecho y, en dos o tres intentos, alcanzar el muro de la terraza. Todavía vaciló un instante -el tiempo para que la cocinera diera un grito- y en breve estaba en la terraza del vecino, de donde, en otro vuelo desordenado, alcanzó un tejado. Allí quedó como un adorno mal colocado, dudando ora en uno, ora en otro pie. La familia fue llamada con urgencia y consternada vio el almuerzo junto a una chimenea. El dueño de la casa, recordando la doble necesidad de hacer esporádicamente algún deporte y almorzar, vistió radiante un traje de baño y decidió seguir el itinerario de la gallina: con saltos cautelosos alcanzó el tejado donde ésta, vacilante y trémula, escogía con premura otro rumbo. La persecución se tornó más intensa. De tejado en tejado recorrió más de una manzana de la calle. Poca afecta a una lucha más salvaje por la vida, la gallina debía decidir por sí misma los caminos a tomar, sin ningún auxilio de su raza. El muchacho, sin embargo, era un cazador adormecido. Y por ínfima que fuese la presa había sonado para él el grito de conquista.
Sola en el mundo, sin padre ni madre, ella corría, respiraba agitada, muda, concentrada. A veces, en la fuga, sobrevolaba ansiosa un mundo de tejados y mientras el chico trepaba a otros dificultosamente, ella tenía tiempo de recuperarse por un momento. ¡Y entonces parecía tan libre!
Estúpida, tímida y libre. No victoriosa como sería un gallo en fuga. ¿Qué es lo que había en sus vísceras para hacer de ella un ser? La gallina es un ser. Aunque es cierto que no se podría contar con ella para nada. Ni ella misma contaba consigo, de la manera en que el gallo cree en su cresta. Su única ventaja era que había tantas gallinas, que aunque muriera una surgiría en ese mismo instante otra tan igual como si fuese ella misma.
Finalmente, una de las veces que se detuvo para gozar su fuga, el muchacho la alcanzó. Entre gritos y plumas fue apresada. Y enseguida cargada en triunfo por un ala a través de las tejas, y depositada en el piso de la cocina con cierta violencia. Todavía atontada, se sacudió un poco, entre cacareos roncos e indecisos.
Fue entonces cuando sucedió. De puros nervios la gallina puso un huevo. Sorprendida, exhausta. Quizás fue prematuro. Pero después que naciera a la maternidad parecía una vieja madre acostumbrada a ella. Sentada sobre el huevo, respiraba mientras abría y cerraba los ojos. Su corazón tan pequeño en un plato, ahora elevaba y bajaba las plumas, llenando de tibieza aquello que nunca podría ser un huevo. Solamente la niña estaba cerca y observaba todo, aterrorizada. Apenas consiguió desprenderse del acontecimiento, se despegó del suelo y escapó a los gritos:
-¡Mamá, mamá, no mates a la gallina, ella puso un huevo!, ¡ella quiere nuestro bien!
Todos corrieron de nuevo a la cocina y enmudecidos rodearon a la joven parturienta. Entibiando a su hijo, ella no estaba ni suave ni arisca, ni alegre ni triste, no era nada, solamente una gallina. Lo que no sugería ningún sentimiento especial. El padre, la madre, la hija, hacía ya bastante tiempo que la miraban sin experimentar ningún sentimiento determinado. Nunca nadie acarició la cabeza de la gallina. El padre, por fin, decidió con cierta brusquedad:
-¡Si mandas matar a esta gallina, nunca más volveré a comer gallina en mi vida!
-¡Y yo tampoco -juró la niña con ardor.
La madre, cansada, se encogió de hombros.
Inconsciente de la vida que le fue entregada, la gallina empezó a vivir con la familia. La niña, de regreso del colegio, arrojaba el portafolios lejos sin interrumpir sus carreras hacia la cocina. El padre todavía recordaba de vez en cuando: ¡"Y pensar que yo la obligué a correr en ese estado!" La gallina se transformó en la dueña de la casa. Todos, menos ella, lo sabían. Continuó su existencia entre la cocina y los muros de la casa, usando de sus dos capacidades: la apatía y el sobresalto.
Pero cuando todos estaban quietos en la casa y parecían haberla olvidado, se llenaba de un pequeño valor, restos de la gran fuga, y circulaba por los ladrillos, levantando el cuerpo por detrás de la cabeza pausadamente, como en un campo, aunque la pequeña cabeza la traicionara: moviéndose ya rápida y vibrátil, con el viejo susto de su especie mecanizado.
Una que otra vez, al final más raramente, la gallina recordaba que se había recortado contra el aire al borde del tejado, pronta a renunciar. En esos momentos llenaba los pulmones con el aire impuro de la cocina y, si se les hubiese dado cantar a las hembras, ella, si bien no cantaría, cuando menos quedaría más contenta. Aunque ni siquiera en esos instantes la expresión de su vacía cabeza se alteraba. En la fuga, en el descanso, cuando dio a luz, o mordisqueando maíz, la suya continuaba siendo una cabeza de gallina, la misma que fuera desdeñada en los comienzos de los siglos.
Hasta que un día la mataron, se la comieron y pasaron los años.

Clarice Lispector nació en Ucrania en 1920. Llegó a Brasil con su familia y dos meses de edad. Su lengua materna, en la que escribió, fue el portugués . A los 19 años publicó su primera novela, Cerca del corazón salvaje (1944). Luego vinieron La manzana en la oscuridad (1961); La pasión según GH (1964), La legión extranjera (1964); Un aprendizaje o el libro de los placeres (1969) y Agua viva (1973) . Las más de diez novelas, cuentos y narraciones para niños que publicó la han colocado como una de las más grandes escritoras del siglo XX en lengua portuguesa.

Wednesday, August 10, 2005

GUSTAVO NIELSEN

El café de los micros

-Listen and repeat…
En el estéreo del Valiant, camino a Necochea, el caset de inglés pasaba más lentamente que en otras caseteras. Al menos así le parecía al nene. El Valiant era un auto grande y duro, durísimo, su padre siempre lo decía. "Con Walter, si quiero, empujo una montaña". Walter era el nombre del auto. Su padre le había enseñado que había que ponerle nombre al pito y al auto. El nene se llamaba Marcos, el pito del nene era Beto; Marcos también tenía un caniche que se llamaba Enrique, pero lo había dejado en Buenos Aires. Alargó la mano para tocar la tecla del stop.
-Inglés o las tablas– dijo el padre.
- ¿Todo el viaje?
-Por lo menos hasta Ayacucho.
Iban por una ruta de provincia recién terminada de pavimentar. Sólo pasaba por allí una línea de micros y algunos autos. El padre la prefería porque así viajaba cómodamente. Walter, decía el padre, también parecía preferirla a la ruta dos, porque había menos choques. El único problema era que tenía una sola estación de servicio, en mitad del recorrido, y para llegar a destino Walter necesitaba exactamente dos tanques. Había que tomar la precaución de que cada vez que cargaba el tanque estuviera realmente lleno, al salir de la Capital y después. El padre no confiaba en el marcador de los surtidores y siempre pedía que lo hicieran chorrear. Hacían ese mismo viaje dos veces al mes.
-Dear Mum and Dad: My first day in England was OK.
El padre repitió la frase y miró por la ventanilla. Atardecía; una niebla roja tiznaba todos los objetos dispersos por el campo.
-Hay que repetir. Si no, no sirve. Vamos…
-Diar mam an dad: Mai ferst dei in…
-Marcos dudó.
- Ingland, Inglaterra…
- …Ingland… was okey.
- The train arrived on time and I went to the school.
- Prefiero las tablas.
El padre apagó el estéreo.
-Elegí una– dijo.
- La del dos.
-Una difícil.
-La del cuatro.
-Veamos la del nueve.
Todos los viajes eran iguales. Repetir, repetir, repetir. El padre le llamaba a esa actividad "aprovechar el tiempo". La ruta como una banda corriendo por debajo de la luz de los faros y ellos dos solos, adentro de la cabina del Valiant, "aprovechando" las horas muertas.
-¿Nueve por siete? Marcos desenvolvió un caramelo. Apoyó el papel sobre el asiento. El caramelo era de limón. Se lo metió en la boca.
- ¿Sesenta y tres? – preguntó.
-Tiene que ser con más seguridad –dijo el padre. Agarró el papel y lo hizo un bollo:
-A Walter no le gusta. Para eso está la bolsa de la basura.
Marcos abrió la bolsa para tirar el bollo que el padre le daba.
-¿Nueve por nueve?
A Marcos, la idea que a Walter le gustara o no le gustara algo, de más chico hasta le había parecido graciosa. Su padre seguía repitiéndola como si estuviera convencido de que Walter fuera un persona de verdad, color verde brillante. El chiste ya no tenía ninguna gracia.
-Dije "nueve por nueve".
En la última hora de la tarde, el encerado del metalizado parecía la brillantina de las figuritas "autos y tractores" que el padre le traía todos los viernes, cuando venía de trabajar.
-¿Ochenta y uno?
El padre afirmó con la cabeza.
-Te tiene que salir automáticamente – agregó -. Veloz y seguro, como Walter.
Al decirlo, palmeaba el volante con las manos. Marcos pulsó la tecla de eject. El caset asomó del estéreo y la radio empezó a sonar. Marcos intentó buscar un programa de música en el dial, pero el padre volvió a empujar el caset hacia adentro.
-We had a coffee and talked about the course…Bajó el volumen.
-Quería ver qué había – dijo.
- ¿Nueve por cinco? – dijo el padre.
Marcos bostezó.
-¿Tan difícil es nueve por cinco?
- Cuarenta y tres– dijo Marcos.
El padre arrugó el puente de la nariz.
- ¿Cuarenta y cinco? – corrigió Marcos.
-Ah– dijo el padre
-¡Cuarenta y tres! – se mordió el labio inferior -, ¡hasta Walter sabe que la tabla del cinco termina en cero o cinco!
- Bueno, cortala.
-No puede ser…
-Ya no quiero repasar más las tablas.
-Como si las supieras…
-No importa. El padre sacudió la cabeza.
-Mientras sigas cometiendo errores, te las voy a seguir tomando. Hasta que las aprendas.
Marcos estaba por decir "no quiero aprender", pero se calló. El padre insistió:
-Hay que aprovechar el tiempo de los viajes…
El caset llegó al final y comenzó a volver con el auto-reverse. Los dos lados, con el volumen a cero, eran iguales de mudos. Como el paisaje a un costado u otro de la ruta.
- ¿Siete por nueve?
- Qué sé yo…
- ¡Siete por nueve!
- Sesenta y… dos.
El caset estaba lleno de palabras raras como el campo lo estaba de alimañas.
- ¡Sesenta y dos! – gritó el padre -. ¿Me estás cargando?
- Ya… – dijo Marcos, desviando la mirada hacia afuera.
- ¿Nueve por siete es sesenta y tres y siete por nueve es sesenta y dos? ¿No es igual, acaso?
- Sí.
-¿Entonces?
-Sesenta y tres – corrigió Marcos.
Al otro lado de la banquina había una vaca con su ternero. Estaba atada a un poste de alambrado. El ternero se acercaba a olerla y se alejaba un poco. Era todo lo que Marcos podía ver con la última luz de la tarde. "Es feliz porque nadie le toma las tablas", pensó.
- ¿Y si comemos?
- Bueno. Marcos buscó en la mochila los táper con la comida. Sacó dos vasos de telgopor y un termo de café.
- Con cuidado – dijo el padre.
- Sí.
Al padre no le gustaba detenerse en los viajes. En esa ruta desértica estaba justificado: no había donde parar, salvo en la única estación, a hacer pis y a cargar combustible. Cuando viajaban por la ruta dos había muchos lugares. En aquellos viajes, la madre siempre quería bajarse a tomar algo en algún lado o, como ella decía, a "estirar las piernas". Marcos también, a comprar golosinas o alguna revista. Pero el padre era el que manejaba, y le gustaba viajar de un tirón. Por eso la madre había dejado de ir a Necochea.
-Armá los sánguches adentro de los táper, así no se caen las migas al piso.
Detenerse para comer en el medio de la nada no tenía sentido. Marcos podía armar los sandwiches con el auto en movimiento, porque era un buen acompañante. El padre siempre lo decía. Un buen acompañante tenía que darle charla al chofer y servir el café. Aunque lo que Marcos más quería era ser chofer.
-¿Mayonesa?
- No. Tampoco le pongas al tuyo. Idea de tu madre, la mayonesa. A quién se le ocurre…
- A mí me gusta – dijo Marcos, pero no abrió el sachet. Se puso, eso sí, doble feta de jamón.
El padre siempre le decía que no le iba a enseñar a manejar hasta que no aprendiera bien las tablas, y por lo menos los dos primeros casets del "Learning English" de los "Work in progress". "Hasta el Curso Tres", decía, "como mínimo". Aprender a manejar había pasado a ser un problema de Marcos: cuanto antes se ocupara del inglés, antes recibiría la instrucción.
-Se ensucia Walter – dijo el padre.
Marcos envolvió el sandwich del padre en una servilleta, como él le había enseñado. Se lo pasó. El padre le dio un mordisco.
- Buen sánguche – dijo, mientras lo masticaba
- ¿Siete por seis?
Marcos sirvió cafés hasta la mitad de los vasos.
- No cuando comemos – dijo. La frase era de su madre.
- No cuando comemos… - repitió el padre, con sorna, como diciendo "conozco eso".
Marcos volvió a tapar el termo y lo guardó adentro de la mochila. Bebió un sorbo de su vaso. Se quedó con el táper abierto sobre las rodillas. Había pan y fiambre para dos sandwiches más. El auto dio una patinada sobre un animal muerto, que hizo temblar el café en el vaso de Marcos.
- ¿Se volcó algo?
- No.
La ruta nueva estaba llena de animales muertos, más que la ruta dos, aunque por la dos pasaban más autos. Marcos pensaba que era porque la ruta estaba recién estrenada. Los animales se resistirían a probar otros caminos que los de siempre, entonces cruzaban la cinta de asfalto y muchos quedaban aplastados. Las madejas de tripas aparecían bajo las luces del Valiant como los monstruos de un tren fantasma. Ya no se veía otra cosa que eso.- Walter odia pisar los animales muertos…Marcos sabía que Walter era incapaz de odiar. Walter era un auto, por más que su padre lo acariciara y le hablara cuando lo lavaba. Se trataba de una metáfora, se lo había enseñado la maestra en el colegio, porque a Marcos le gustaba mucho leer y había visto algo como lo que su padre hacía con su auto en una novela de Salgari. El de la novela era un caballo, lo que justificaba más el cariño. Él también quería mucho a Enrique, su perro caniche. La maestra le había dicho que era algo llamado personificación. Pasaba cuando una persona idolatraba a un objeto o a un animal. Ahí fue cuando la maestra dijo la palabra metáfora. Marcos no la podía entender del todo. Una cerrada cortina de saltamontes vino a frenar su pensamiento y a reducir la velocidad del Valiant.
- Uau – gritó Marcos.
Los saltamontes se estrellaban contra el parabrisas con ruido de tallos quebrados. Duró varios segundos; luego reapareció la ruta. El padre accionó los limpiaparabrisas con agua jabonosa. Sobre el vidrio fue formándose una pasta. Tuvo que detener el Valiant al costado del camino, aunque faltaba muy poco para llegar a la estación de servicio. Sacó un trapo rejilla de la guantera.
- Cuando yo te avise, me echás agua apretando este botón.
- Bueno.
El padre se puso el pulóver y salió a la intemperie. La noche estaba fría como cualquier noche de agosto.
- Ahora.
Marcos apretó. El padre refregó el trapo por todo el parabrisas, limpiándolo meticulosamente.
- De nuevo.
- Va.
Marcos aprovechó para sacar el caset de inglés y cambiarlo por uno de Sui Generis. Lo dejó rodando sin volumen, como si fuera el anterior. El padre regresó a la cabina, le dio el trapo para que lo retornara a la guantera y le preguntó si había terminado de tomar el café.
- Me queda, pero está casi frío.
Marcos le mostró el vaso.
- ¿Y ya no lo vas a tomar?
- No.
- Dame.
Tiró lo que quedaba de café por la puerta abierta:
- Así no se te vuelca.
Cerró la puerta y volvió a arrancar. Marcos mordió su sandwich antes de que el padre volviera a la carga con las tablas de multiplicar. Iba a comérselo bien despacio. Adelante, a lo lejos, se veía una sola luz roja, muy pálida, como de una motoneta.
- Te juego a que es un rastrojero – dijo él -. Si gano, te tomo la tabla del siete completa, y la del ocho.
- ¿Y si gano yo?
- Oímos un caset.
- Pero no el de inglés.
- Palabra.
Marcos miró hacia delante. Las luces del Valiant, al acercarse, iluminaron una camioneta chata, con la suspensión vencida por la carga y el paragolpes atado con alambres. Una ruta desierta como ésa -sin indicaciones, servicios, ni policía caminera-, se prestaba a que la recorrieran vehículos destrozados. El Valiant, que en la ciudad era un cascajo, allí parecía un diamante en bruto. El padre no lo pasó, aunque bajó las luces.
- Gané – dijo.
El padre no había pasado al rastrojero porque se acercaba la entrada para la estación de servicio. Marcos guardó el sandwich y cerró el táper con fastidio. Vio cómo el rastrojero doblaba a la derecha por el camino de tierra que llevaba a la YPF. Un lejano cartel blanco y celeste iluminaba las tres letras. Debajo había un tinglado; debajo del tinglado, un par de surtidores y una casa rodante. El padre redujo la velocidad. A los lados del camino de tierra había grandes cunetas que parecían profundas. Dejó puestas solamente las luces de estacionamiento.
- ¿Y estos boludos?
Tocó bocina. El rastrojero se había detenido en mitad del camino. En la caja llevaba una pila de rollos de alambre que parecía muy pesada. Marcos guardó el táper junto al termo. El padre apretó el centro del volante sostenidamente, para que el bocinazo fuera largo. La luz roja del rastrojero se apagó y se encendió la de la cabina. Había dos hombres: uno mayor con el pelo entrecano y otro como de cuarenta años, gordo. Marcos vio al hombre mayor maniobrar el espejo retrovisor para enfocar al Valiant. El padre hizo un guiño con las luces. Estaba inquieto. Los hombres se bajaron.
- Mirá donde se van a quedar, la puta madre que los parió.
El padre aferró sus manos al volante. Los hombres llegaron hasta la parte trasera del rastrojero y contemplaron la escena con los brazos en jarra. Tenían overoles muy manchados de grasa. Miraban hacia abajo. Parecían decir "no hay más nada que hacer". El padre insistió con la bocina, lo que provocó en el viejo un gesto desagradable, mezcla de sobresalto e indignación. Batió la mano en el aire helado de la noche como si espantara un moscardón. El rastrojero se había quedado tan en el medio que no había lugar posible para que el Valiant pudiera pasar. El padre bajó la ventanilla. El hombre más joven se acercó a hablar con él.
- Buenas noches.
El padre asintió.
- ¿No nos daría una manito?
- ¿Qué pasa?
- Se nos quedó.
- Fijate si da la altura de paragolpe.
- Cómo no va a dar, claro.
- Fijate, te digo. No quiero tener un problema.
El hombre hizo un chasquido con la boca. Le faltaban dientes y tenía una barba de varios días.
- A ver si lo engancho mal y me tiran el alambre encima.
- Es un tonel y está vacío – dijo el hombre -. Si quiere lo bajamos.
- Mejor – dijo el padre.
El hombre volvió hasta donde estaba el viejo y le dijo algo. El viejo negó rotundamente con la cabeza. Su barba llevaba meses de crecer sin cuidados; la tenía blanca como el pelo. Parecía decir "si nos quiere ayudar, bien; si no, que espere".
- Viejo choto – dijo el padre.
El hombre joven intentó mover solo el tonel, sin resultado. Después se apartó a rascarse la panza. Marcos pensó que aquel viejo enclenque no hubiera podido ayudarlo mucho. No era algo fácil de hacer. El hombre joven regresó hasta la ventanilla del Valiant.
- Si me da una manito… - repitió, señalando hacia el tonel.
El padre no tenía intención de bajarse. La salida de la estación de servicio quedaba cuatrocientos metros más adelante, a lo sumo medio kilómetro. Podía ir hasta allí y entrar a contramano por el camino, aprovechando que la ruta estaba desierta. Hasta iba a tener que despertar al empleado, como todas las veces. Nadie que quisiera entrar a cargar nafta iba a poder hacerlo mientras ese rastrojero taponara el camino. Razonó todo eso mientras le miraba la cara al hombre joven. Tenía una cicatriz que le salía del pelo y le dividía la mejilla derecha en un vacío de la barba. El padre no iba a ayudar a ese extraño con la cara cortada, era así de simple. No quería hacerlo. Para él, esos dos hombres de mameluco le estaban arruinando el viaje. Eran el obstáculo entre Walter y Necochea.
- No me voy a bajar – dijo.
El hombre parpadeó. Miró hacia el viejo, que no se había movido y seguía con los brazos en jarra. Miraba su rastrojero como si se tratara de un familiar muerto.
- Ué – dijo el hombre, separando su cuerpo de la puerta del Valiant. El padre comenzó a subir la ventanilla. Antes de que lograra cerrarla, lo oyó insistir:
- Si nos da un empujoncito, enseguidita llegamos, vea – señaló hacia la estación.
- El tonel pesa mucho – dijo el padre.- Es liviano… El viejo no ayuda porque tiene una hernia de disco, pero entre yo y usté lo levantamos enseguidita… El padre cabeceó. Marcos sabía que no se iba a bajar.
- ¿Y hasta donde los empujo?
- Hasta el surtidor.
El hombre volvió a chasquear la lengua. Tenía los ojos negros como dos carbones. El padre terminó de levantar el vidrio de la ventanilla y arrancó despacio. El hombre se adelantó y le hizo indicaciones con la mano. Mientras le hacía señas de que siguiera acercándose, el viejo hizo un gesto para que frenara de una vez. Era el mismo gesto desagradable de antes, el de apartar al moscón, pero más exagerado.
- No se lo vayamos a rayar – pensó el padre en voz alta.
Marcos reconoció en el tono de voz algo que le gustaba menos de su padre que la tortura de las tablas. Era el tono sobrador que anunciaba un acto de violencia. El viejo gritó "basta, es tarado, o qué", agarrándose la barba con las manos. Después hizo lo que no había que hacer: pegarle al Valiant. Dos veces, sobre el guardabarros, como para hacerle sentir que, o detenía la marcha, o él se ocuparía de cascar a Walter en persona. El padre y Marcos oyeron clarito el insulto, y vieron y oyeron esos golpes.
- Puta que te parió.
A Marcos se le erizó la piel. Vio que el hombre joven trataba de sonreír para disimular. El rastrojero era un pedazo de hierro oxidado con ruedas. "Chatarra", dijo el padre, apretando los dientes. Como el barril que llevaban en la caja, que a primera vista les había parecido una pila oxidada de rollos de alambre. Las puertas del rastrojero estaban abiertas. El hombre le había indicado al viejo para que se subiera a maniobrar, cuando el padre encendió las luces largas. Marcos oyó repetir la palabra "chatarra" antes de sentir el temblequeo del Valiant comenzando a hacer fuerza. El viejo y el hombre joven corrieron hasta la cabina, pero el padre no los dejo llegar. Pisó hondo el acelerador; el rastrojero carreteó a la deriva, sin doblar. El fin del traqueteo hizo resbalar a Marcos del asiento. El rastrojero se desprendió de un tirón de la frenada del Valiant, justo en el recodo del camino. Fue a parar de punta a la cuneta. Las dos ruedas de atrás quedaron girando en el aire, a la altura de la cintura de los hombres. Ellos se pararon en seco. El padre arrancó otra vez y les hizo los cuernos. El viejo alcanzó a reaccionar y tiró una trompada sobre el baúl del Valiant, que no alcanzó a dar en el blanco.
Marcos se quitó el cinturón de seguridad, en el que había quedado mal agarrado, y se arrodilló sobre el asiento para mirar hacia atrás. El Valiant aceleró para llegar rápido a la estación. Los hombres tenían los puños en alto; el rastrojero, desde esa distancia, parecía el tronco de un árbol inclinado al que alguien iluminaba desde las raíces. Marcos vio al hombre gordo meterse por la puerta, hasta que la luz se extinguió. El padre rió nerviosamente. Estacionó el Valiant al lado de un surtidor de nafta especial y tocó dos largas bocinas. En la casa rodante se encendió un foco amarillo. El hombre tardó varios minutos en salir. Tenía lagañas en los ojos y cara de dormido. Enganchado a la casa había un De Soto oscuro y sucio.
- ¿Anda? – preguntó el padre, mientras se bajaba.
- Sí.
- ¿De qué año es?
- Del treinta y seis. Lo tendría que afinar, pero me cumple.
El empleado sacó el surtidor de la máquina. El padre le quitó la tapa al tanque del Valiant. El empleado acomodó el surtidor en el agujero y, mientras llenaba, le preguntó si había cruzado mucha niebla.
- Poca.
- ¿Viene de la Capital?
- Sí.
Los números del surtidor habían empezado a pasar, cuando los tres oyeron el bocinazo. Era como una alarma fija y constante, que venía desde la oscuridad. Marcos volvió a arrodillarse en el asiento. Aquellos hombres habrían trabado la bocina del rastrojero. El empleado se puso una mano sobre la frente para concentrar la vista en la dirección al ruido.
- ¿Qué hay? – preguntó.
El padre no le respondió; apenas si cabeceó y se puso a buscar en los bolsillos de su pantalón. Sacó la billetera. El empleado, que llevaba un overol muy parecido al de los hombres, pero limpio, supo que algo malo estaba sucediendo en la entrada a su estación. El padre miró los números en el surtidor como si intentara calcular una cantidad. Abrió la billetera. Todos sus movimientos no consiguieron distraer al empleado, que se había quedado tieso como un roble, con la cara endurecida y la mano de visera. Entonces volvió a encenderse la luz. Un extraño plegado de chapa y arbustos quedó repentinamente iluminado por aquel resplandor fantasmal. "Tal vez se esté quemando", pensó Marcos, con horror. Era muy difícil saber qué estaba pasando, más aún distinguir entre aquellos reflejos y sombras, la silueta de un rastrojero hundido. Él, porque sabía. El empleado apagó el surtidor. El padre sacó un billete de diez. No habían entrado ni doce litros.
- Lo quiero lleno – lo apuró.
- ¿Qué pasa?
- Eso mismo me pregunto yo – dijo el empleado. Regresó el surtidor a la máquina y le puso traba. La bocina se cortó un instante, como esperando que el padre pudiera explicar algo. El silencio duró casi un minuto. El padre abrió la boca y la cerró.
- Unos idiotas…- intentó empezar a explicar, antes de que la bocina volviera a hacerse oír.
El resplandor que salía desde la puerta abierta de la casa rodante se proyectaba en un rectángulo sobre el piso de tierra. El empleado se encaminó en esa dirección. El padre no supo bien qué hacer, hasta que lo vio salir con una escopeta de dos caños y un reflector. Atinó a guardar la billetera y abrir la puerta del Valiant. Miró hacia adentro: los ojos de Marcos estaban llenos de brillos, como los de un animal acorralado.
El empleado apuntó con el reflector buscando el accidente. Marcos fue el primero que vio venir al hombre joven y al viejo de barba, que corrían armados con un matafuegos. El haz del reflector se balanceaba sobre ellos. El padre arrancó, hizo el cambio y apretó el acelerador. Los caños de la escopeta del empleado continuaron apuntando hacia el piso.
A los pocos minutos estaban otra vez en la ruta. Cuando no vio más que la luna, Marcos se acomodó nuevamente en el asiento para abrocharse el cinturón de seguridad. El padre hizo lo mismo. Viajaron sin hablar durante los siguientes doce kilómetros. El padre intentó poner la radio, que se apagaba sola. La golpeó y se encendió el caset de Sui Generis. Entonces arrancó el estéreo de un tirón y lo arrojó sobre el asiento de atrás, con un enérgico movimiento de la mano. Estaba enojado. Las luces del Valiant cortaban la ruta en pedazos que siempre parecían el mismo, a no ser por los animales aplastados.
- Dame café.
Cuises, víboras, gatos, ratas, zorrinos. Tripas y charcos; a veces algunas plumas, pocas. A las plumas enseguida se las llevaba el viento. Marcos sacó el termo de la mochila. El padre todavía tenía el billete en la mano, arrugado contra el volante. Cuando se dio cuenta se lo metió en el bolsillo como si le diera vergüenza. Empezó a decir:
- Antes de comprar a Walter, viajaba en micro…
Marcos le pasó el vaso de telgopor cargado hasta la mitad.
- Era cuando estudiaba; los abuelos vivían. El viaje en los micros es agotador – siguió él -. Son diez horas, a veces más. Te dan dos alfajores; siempre hay café o jugo de naranja.
Marcos tapó el termo. El padre se tomó el café de un tirón y le pidió que le sirviera otro.
- Es un remedio para el frío – dijo -. Yo siempre me comía los dos alfajores al salir, nomás, y enseguida iba por café. Me encantaba el café dulce de los micros.
- ¿Le agrego más azúcar? – preguntó Marcos.
- No.
Marcos le pasó el vaso. El padre siguió hablando.
- Ya me acostumbré así. Nunca logré que tu madre le pusiera suficiente azúcar. Lo único, está un poco frío.
- Mamá lo toma amargo.
- Ella es amarga – dijo él.
Marcos no dijo nada.
- Siempre pensé que ese café tan azucarado de los micros me ayudaba a viajar… Le devolvió el vaso, que Marcos secó con una servilleta y guardó prolijamente en la mochila. Tiró la servilleta sucia en la bolsa de los residuos.
- Una vez tomé veinte. El único inconveniente era que siempre necesitaba comer algo adicional, para que no me diera acidez. Entonces le pedía otro alfajor al inspector. Algunos inspectores eran de Necochea, a esos los conocía y siempre me daban; el problema era cuando tocaban porteños. ¡Andá a sacarles un alfajor de más con la tonadita de provincia! Marcos forzó una mueca que simulaba una sonrisa.
- Pero yo no iba a llegar a Necochea con acidez, porque me retaba mamá, tu abuela. ¿Te acordás de tu abuela?
Marcos negó con la cabeza.
- Eras chico, claro…- Y agregó:
- Tampoco me iba a quedar sin esos cafés.
El padre miró hacia atrás por el espejo retrovisor. Marcos volteó la cabeza, pero no vio nada.
- Si el inspector no me daba, yo buscaba entre los que dormían, en el camino hasta mi asiento. Siempre había un descuidado al que robarle el alfajor. Una vieja, o así. Y me comía uno más, o dos. Hasta tres y cuatro, llegué a comer. Tenía el estómago joven; hoy si hago eso, termino vomitando.
Volvió a mirar hacia atrás de reojo, por el espejo, y hacia el tablero. Marcos quedó pendiente de esa última mirada. La aguja del marcador de combustible empezaba a ingresar en el sector rojo.
- Walter no nos va a dejar, no te preocupes – se mordió el labio -. Y sobre aquellos días, bueno, qué más puedo decirte… Te conté eso no para que lo hagas, sino para que sepas que se puede aprender a que no hay que robar ni insultar a la gente que te está ayudando, o que te lleva… ¿Entendés? Marcos no lo había entendido, pero igual asintió.
- En la vida, todo es aprendizaje. Por eso hay que saber las tablas, o inglés. Hoy no robaría alfajores, porque ya lo aprendí, ni insultaría a alguien que me está sacando de un problema, porque la vida ya me lo enseñó… ¿Eh?
Marcos asintió nuevamente. El padre se aclaró la garganta.
- Pero no toda la gente aprendió lo suficiente, aunque sean viejos. Por eso a veces hay que darles una lección…
- El padre se quedó un instante callado, escuchando cómo sonaban sus palabras -. Nunca lo olvides: en la vida, aprender es igual a crecer… ¿Quedó para un sánguche?
- Sí.
Marcos preparó los dos sandwiches que quedaban, esta vez con mayonesa. No lo hizo de rebelde, sino porque no se dio cuenta. El padre lo miró, aunque no dijo nada. Tres kilómetros antes del cruce a Ayacucho, el Valiant comenzó a ratear.
- Vamos, vamos...
Marcos mordió su sandwich. El auto se detuvo unos metros después. El padre alcanzó a desviarlo hacia la banquina.
- Carajo – dijo.
Marcos lo miró como preguntándole qué iba a pasar. El padre le pidió más café.
- El último que queda – dijo Marcos.
- Entonces tomalo vos.
- No quiero.
- Bueno, dame. Terminaron sus bocados sin mirarse. Cada tanto, el padre daba vuelta la cabeza hacia atrás.
- Puede ser que venga un micro – dijo.
- No pasamos ninguno.
- Es cierto. Pero es probable que no hubieran salido. Voy a poner las balizas.
El padre encendió las luces de posición, se frotó las manos una contra otra y salió. Abrió el baúl. Buscó el triángulo fosforescente, lo armó y se alejó unos treinta pasos para colocarlo junto a la línea de asfalto. Regresó al auto con las manos en los bolsillos.
- Ya sé lo que vamos a hacer – dijo, ni bien entró.
Estaba muy contento con su idea. Marcos esperó a que la dijera, sin hablar.
- Papá se va a ir a buscar nafta más adelante.
- Voy con vos.
- No.
El padre carraspeó.
- Papá va y vuelve – dijo -. Faltan tres kilómetros para la rotonda. Papá va a correr hasta allí. Por la otra ruta pasan más coches. Al primer coche o micro que pare le voy a pedir que me lleve hasta la estación de servicio que quede más cerca. Después busco un taxi o un micro para volver con el bidón lleno. No va a ser más de una hora y media. A lo sumo, dos. Ponés tu caset y enseguida se te pasa el tiempo.
- No.
El padre recogió el estéreo del asiento de atrás; conectó los cables y lo deslizó en la bandeja. Puso el volumen alto. Sui Generis. Marcos tocó la tecla de stop.
- Te acompaño.
- No – repitió el padre -. Necesito ir rápido, y con vos no podría.
Marcos miró hacia delante, hacia el frío de la noche.
- Además, te podés resfriar. Acá estás calentito, con la calefacción, la música y los caramelos. O dormí. ¿Eh?
Marcos no contestó.
- No va a pasar nada. Con los seguros puestos, este auto es una caja fuerte – palmeó el volante con las manos -. Walter te va a cuidar.
Sonrió. Salió. Marcos lo vio correr. Para cuando quiso gritar, su padre había desaparecido en la oscuridad. El cuerpo le temblaba sin parar. Sacó una frazada del asiento de atrás. Volvió a encender el estéreo. Ni las canciones podían distraerlo. De entre los pastizales, a ambos lados de la ruta, siempre estaba a punto de salir algo. "Un monstruo", pensó. Walter no iba a defenderlo de un monstruo, ni de nada. Walter era una máquina tonta, que él algún día podría dominar, pero todavía no porque nadie le había enseñado. Porque le faltaban saber algunas tablas, y un par de lecciones de inglés. Y aunque él supiera manejar, Walter no tenía combustible. Era imposible que diera un solo paso. Marcos pensó en hacer un solo paso y le dieron ganas de hacer pis. No iba a bajarse en una noche tan cerrada. Las víboras que aparecían muertas en la ruta, en algún momento habían estado vivas. Y habían salido de allí, de esos arbustos pasando las banquinas. Lo mismo para las ratas, las comadrejas, los zorrinos. Iba a aguantarse. ¿Cuánto tiempo había pasado? Desenvolvió dos caramelos y se los metió juntos en la boca. Ocho minutos. Menta y chocolate. Bajó la ventanilla. Un frío cortante le endureció las mejillas. Había olor a yerba mojada. Se bajó la bragueta y se acomodó para orinar desde allí. El chorro de pis no tocó la chapa, pero las últimas gotas se deslizaron sobre el verde metalizado. Marcos buscó el trapo en la guantera. Las gotas siguieron cayendo hacia abajo, hasta mojar la manija y más allá en lugares a los que no pudo llegar asomándose por la ventanilla. Subió el vidrio otra vez. Hizo dos bollos con los papeles de los caramelos. Pensó en tirarlos a la bolsa de los desperdicios, pero los volvió a desplegar y los alisó sobre el asiento del conductor. Puso al máximo el volumen y cantó encima, a los gritos. "Rasguña las piedras hasta el fin". Aplaudió para darse coraje, abrió la puerta y salió al exterior.
Por debajo de la manija, el hilo de pis se descomponía en tres ramales que llegaban hasta el borde inferior del marco. Deslizó el trapo varias veces, de abajo hacia arriba. Estaba atento a lo que pudiera pasar. Después vació el final del termo, el fondito que siempre quedaba. La noche estaba repleta de insectos. El croar de las ranas -¿o serían murciélagos?- le daba al ambiente un aire a película de misterio. Marcos se dijo que aquellos animales del campo le tendrían más miedo a él de lo que él les tenía a ellos. Para eso era un hombre. Pequeño, pero hombre al fin.
Miró la ruta, primero hacia delante y luego hacia atrás. Dos puntos brillantes aparecieron desde la lejana oscuridad del trayecto recorrido. Venían hacia él. Los puntos fueron tomando la forma de dos faroles. Marcos pensó en hacerle señas al conductor para avisarle que más adelante recogiera a su padre, que a esta altura estaría exhausto. Pero un escalofrío le temperó la espalda y lo hizo subir al Valiant. Había tenido un mal presentimiento. Puso las trabas. No, no era el rastrojero. Era otro auto, más grande. Se dio cuenta cuando casi lo tenía encima. Apagó el estéreo. El auto se parecía levemente a un bull dog. Era el De Soto negro de la estación.
Marcos se agachó y lo oyó pasar con un bramido. Después levantó apenas la cabeza, escondiéndose detrás del volante. Por debajo de la patilla derecha del limpiaparabrisas, el De Soto buscaba estacionarse en la banquina. Adentro iban dos personas mayores. Marcos las distinguió en cuanto se bajaron. Uno era el hombre gordo, llevaba un matafuegos en la mano. El otro era el encargado de la estación: traía la escopeta con la que había salido de la casa rodante. Dejaron al De Soto con las luces de posición encendidas. Comenzaron a caminar en dirección al Valiant.
Quitó las llaves, se tapó con la frazada y se escurrió hasta el piso. Tenía una de las puntas del género en la boca, para evitar que el castañeteo de los dientes lo delatara. Mordió.
- ¿Es, no? – dijo uno de los dos hombres.-
La patente es – gritó el otro, desde atrás.
- Porteño de mierda.
El impacto del matafuegos sobre el parabrisas lo quebró con una explosión, pero no alcanzó a deshacer el rompecabezas en el que había quedado convertido. Tuvieron que dar dos o tres golpes más. El encargado pegaba con la culata de la escopeta: Marcos la vio entrar a través de la ventanilla del conductor. Los asientos se cubrieron de una capa irregular de vidrio grueso; la frazada temblequeante los había recibido como una lluvia de granizo. Marcos agarró uno que tenía enredado en el pelo y lo apretó en la mano, sin llegar a cortarse. Los bordes del vidrio eran romos. Los golpes sonaron sobre el techo, el capot, los faros, los espejos. El matafuegos hundiéndose en la cabina fue lo que más miedo provocó en Marcos: cayó la lamparita central y se desprendió parte del cielo raso vinílico, como una cortina sobre el asiento trasero. Marcos dejó de apretar el pedacito de vidrio cuando los hombres dejaron de golpear. Se quedó un instante esperando, con la cabeza tapada.
- Hay cosas – escuchó que decían.
Oyó la puerta y un forcejeo. Corrió unos milímetros la manta, para ver. El hombre de la cicatriz en la cara estaba arrancando el estéreo y sostenía con el otro brazo dos matafuegos, el que había traído y el del Valiant, y la mochila con el termo. Cuando estaba por salir, Marcos lo vio recoger uno de los papeles del caramelo. El empleado de la estación le quitó los objetos pesados de las manos. El hombre de la cicatriz estudió el papel y, por una vez, miró. Marcos se tapó con el pedazo de frazada corrida. Estaba, otra vez, a ciegas. El miedo le hacía ruido en los huesos. ¿Qué podían hacerle aquellos hombres? Marcos sintió ruido a vidrios sobre su cabeza, y sintió que la frazada se ponía más pesada, se movía. La mano del hombre de la cicatriz había barrido una andanada de cristales hacia el piso, hacia el paquete oculto debajo de la frazada. Hacia Marcos, que cruzó los dedos.
- Vamos que vienen – dijo el empleado.
A sus palabras se superpuso el sonido de una larga bocina y el portazo que sobresaltó a Marcos. En el movimiento del susto, la frazada se le había corrido. El sudor lo bañaba desde los pelos hasta la punta de los pies. Supo que tenía la oreja afuera por el frío que le mojaba la patilla, el lóbulo. Le habían dado ganas de toser y se aguantó lo más que pudo. Tenía los párpados apretados como las cruces de los dedos. Para cuando tosió, ya no había nadie. Levantó la cabeza sobre la trinchera irregular del parabrisas despedazado. Un micro se perdía adelante, con sus luces navideñas, en el camino hacia Necochea. Los ojos traseros del De Soto ingresaron tibiamente a la ruta, como absorbidos por la velocidad del micro. Uno de los limpiaparabrisas se doblaba sobre el capot del Valiant; al otro lo habían retorcido. Marcos soltó el aire.
El auto era la imagen misma de la destrucción; con abollones en la chapa del techo y sin vidrios. El viento fabricó una escarcha sobre el sudor en la piel de los cachetes de Marcos, que se tocó la frente porque le pareció que tenía fiebre. Barrió con sus manos los pedazos de vidrio que aún había sobre el asiento. Había planchas enteras, que revoleó por el agujero de adelante. Sacudió la frazada. Los dientes le castañeteaban. Se envolvió. Sólo le habían quedado afuera los ojos, la frente, el pelo y la punta de las orejas. Iba a quedarse vigilando hasta que su padre volviera.
Una idea se le cruzó por la cabeza como una flecha envenenada. Esos tipos habían ido a buscar a su padre. No cabía duda, si no hubieran salido conduciendo en dirección a la estación de servicio. ¿Qué le harían si lo cruzaban en mitad de la ruta? El pensamiento lo llenó de pánico. ¿Por eso sería que tardaba tanto? ¿Cuántas horas habían pasado: tres, cuatro? El reloj del tablero estaba partido; las agujas colgaban como hilos. El indicador de combustible también estaba partido.Lentamente, se puso a llorar. Ya no le daban miedo las cosas de la ruta, la noche, el frío, su propia fiebre; tenía miedo de no poder juntarse con su padre. No le hubiera importado que todo Walter estuviera partido. ¿Nueve por nueve? Ochenta y uno. Listen and repeat. Ochenta y uno. Ochenta y uno, ochenta y uno. Miles de millones de ochenta y unos apilándose sin cesar, en vano, para encajar en un recuerdo mezclado con mosquitos, con pastos y hojas que el viento de la noche iba comenzando a depositar adentro de esa cabina inútil. Puso la llave en el contacto. Ya no importaba que el auto tuviera o no tuviera nafta, que él supiera o no supiera conducir. Una cabina con un acompañante y sin chofer era, definitivamente, algo vacío. Y el campo estaba dispuesto a apropiarse de todos los vacíos, poco a poco y despacio, con el tiempo eterno de los usurpadores. Marcos recogió uno de los papeles de caramelo y se lo metió en el bolsillo. A la media hora vio venir un micro desde Necochea. Lo observó detenerse y abrir la puerta con ruido a sifonazo. Vio que el chofer lo saludaba con una mano en alto y cara de contento. Lo vio partir. Sobre la banquina de enfrente había quedado el padre. Traía un bidón pesado, colgándole del brazo derecho.
Lo vio caminar hacia el auto con el paso aturdido, como intentando comprender lo que había pasado en su ausencia. Tenía la cara de cuando Marcos contestaba mal el resultado de una multiplicación matemática, cuando decía ochenta y dos en lugar de ochenta y uno. Pero Marcos ya tenía preparadas, fijadas casi, las próximas operaciones de las tablas para que aquella cara no se repitiera, para conseguir que ésa fuera la última cara de disgusto que su padre pusiera en su vida. Marcos pensó eso, pero no se movió. Practiqué, papá. Vas a ver. El padre metió la mano por el hueco de la ventanilla, sacó la llave del contacto y fue a echarle nafta al tanque. Marcos se lo imaginó contemplando los bollones del techo, tocando la baulera estropeada o siguiendo con el dedo el borde roto de la luneta trasera, así como él había estudiado un vidriecito, un solo vidriecito en lo que iba de la noche. Todo el resto del tiempo estudié la tabla del nueve, papá. Intentó mirar hacia atrás por el espejo retrovisor, pero los pedazos partidos habían quedado apuntando hacia cualquier parte y fueron incapaces de reflejar lo que pasaba. Para la nueva forma del espejo era como si atrás no hubiera nadie, como si nadie se hubiera bajado de aquel micro con un bidón de nafta. Marcos no dio vuelta la cabeza. Oyó cómo el bidón vacío caía sobre el asiento trasero; oyó el enroscado de la tapa en la boca del tanque. Después vio a su padre abrir la puerta y ayudarse con la billetera a manera de pala para arrastrar los vidrios de su asiento. Lo vio subir, cerrar, hacer contacto. Decirle:
- ¿Tenés frío?Marcos afirmó sin hablar. El padre se quitó el pulóver y pasó la cabeza de Marcos por el agujero, como si fuera un poncho. Después le ajustó el cinturón de seguridad y se puso el de él. Aceleró varias veces en el lugar, sin soltar el embrague. Giró el volante hacia la ruta y el Valiant trepó lentamente el cordón que lo separaba de la banquina. Una de las luces, la derecha, había encendido.
- ¿Y vos no vas a tener frío? –preguntó Marcos, con la voz llena de angustia.
- No –dijo el padre-. En el micro tomé muchos cafés.
El viento helado de la velocidad clavaba sus agujas sobre las dos cabezas. Marcos cerró los ojos para que los insectos no se le metieran; el padre se puso los anteojos.
- Diecisiete cafés y ocho alfajores –dijo-. Te traje dos; tomá.
Marcos sintió el paquete sobre las piernas y apretó muy fuerte las rodillas, una contra la otra, para que no se le cayera. El leve peso de los alfajores era una caricia sobre sus piernas flacas.


Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, en 1962. Es arquitecto y escritor. Ha publicado "Playa quemada" (cuentos, Alfaguara), "La flor azteca" (novela, Planeta), "El amor enfermo" (novela, Alfaguara), "Marvin", (cuentos, Alfaguara) y "Auschwitz" (novela, Alfaguara).